No deseo ser realista, pretendo escribir música pero con palabras, porque los recuerdos suceden con música. Tengo trucos en el bolsillo y cosas bajo la manga, pero no quisiera ser un prestidigitador común. Pese a todo, no he podido determinar, si quiero mostrarles la verdad con la apariencia de la ilusión, o por el contrario, la ilusión con la apariencia de la verdad.....las palabras me preceden, me sobrepasan. Tengo que tener cuidado: sino las cosas se dirán sin que yo las haya dicho. Así como un tapiz está hecho de tantos hilos que no puedo resignarme a seguir solo uno....mi enredo surge porque una historia está hecha de miles de historias....



sábado, 14 de enero de 2012

Instrucciones para desamar a Esther.

Se había cansado tanto Ortamendia, de escuchar a sus amigos, de que le llenaran la cabeza de los tenés-que, los para-mi-que y algún ahora-agarra-y.
Les hubiera dicho que no le vengan con instrucciones para desamar a Esther. Si no había instrucciones para amarla, menos habría para olvidarla, para hacerla un bollito, como si fuera una factura de teléfono. Era similar. Aquel jueguito tonto entre poder y deber. Poco importaba si se podía o no podía, debía o no debía, hacer un bollito con Esther y tirarla, arrojarla lejos, alto, con torpeza, como se tiran los bollitos de papel, que son tan livianos que no planean, se caen a tan pocos metros que termina uno por sentirse un anémico. De igual forma que la factura de teléfono, podía transformarla en un bollito pero terminaría siendo un bollito a pocos metros de él.
Si fuese astuto iría hacia el balcón y simplemente lo dejaría caer. Pero sería momentáneo. Bastaría con que pasasen unos días, para que volviera aparecer, otra vez. Esta vez con unas letras enormes en rojo, casi recordando que no se puede olvidar lo que se ama. Ortamendia no iba a poder olvidar a Esther. Lo que se ama, no se desama porque simplemente se haya ido.
Ortamendia lo recordaba. Amar a Esther era correr descalzo en un pasto verdoso, con el riesgo de que alguna ramita filosa se le clavara en la planta del pie pero sintiendo el vaivén de un pasto acolchonado que cede, se entrelaza y se apelmaza. Y era casi tan lindo como sentirse  despejado, liviano, libre, sin la necesidad de pensar que hora era, ni cuanto faltaba para irse a dormir. Amar a Esther; era estar descalzo, descubriendo que lo más lindo de la vida pasa cuando uno está sin zapatos.
¿Para qué le servía el recuerdo? Porque el amor terminaba por escaparse de ese agujero hondo que Ortamendia había cavado en el centro de su pecho. Como si cavar un agujero en el centro, y no en otro lugar, lo volviese una persona centrada, capaz de dar un giro sobre su eje y volver a ser el mismo.
La mayoría de los miedos son tontos, son boberas que uno se inventa. Solo se conoce el miedo verdadero cuando la imagen de la mujer que se ama intenta desvanecerse, confundirse con el resto. Con las otras, las que son  vulgares, las que se pintan los labios para poner distancia en los besos, por las que uno se da vuelta solamente para ver el contorno de unas carnes simétricas.
Pero no, el recuerdo de Esther estaba, tenía fuerza, voz y olor.  Era lo más parecido a salir a la calle sintiendo en el pecho una ventolina que se hace luego viento, y luego hondadas de aire, que golpean.
No le hacia ninguna gracia. Porque en definitiva, aquel golpe de aire que le inflaba el pecho a punto de sentirlo tan inflado como si tuviese un valor repentino, un poder instantáneo de poder volverla a la vida. Y tenerla ahí; cerca, tan solo para silbarle una cancioncita, tonta y absurda, en el oído, o morderle el lóbulo de la oreja con la mordida más eróticamente cargada de inocencia y sin más intenciones que disfrutar de esa carne suave, dócil y tierna.
Ahí van los tontos. Podía sentirlos Ortamendia. Ahí van, al costado de él, viviendo su vida prestada. Tan prestada que ni cuenta se daban que se levantaban a la hora que les indicaba el reloj, almorzaban a las doce del mediodía y hacían el amor a la noche si no había nada entretenido en la televisión, siempre en la cama. Tan prestada que no podían hacer lo que se les viniera en mente, sino lo que les estaba preestablecido con tanta elegancia y disimulo que parecieran sus propias decisiones.
Porque ellos también podían morder la oreja de una mujer, pero sabía él, que solo la mordían para ver la sucesión de los actos que desencadenaban. Como si estuviesen siguiendo un manual, aburrido, tonto, repleto de puntos seguidos y apartes, que indicaba los pasos para amar. Un listado con números hacia el margen, seguidos de un paréntesis.
Pobres aquellos que creían que aquellos actos formaban parte de las pautas de le bon vivre. Ortamendia defendía la carencia de todo instructivo o reglamento para amar. El libre albedrío. La improvisación.
Pobres. Los pensó pobres, de portadores de pobrezas. O tal vez, por pensarlos tan vacíos de cosas valiosas. Los pensó mordiendo una oreja porque así está estipulado en ese manual de amantes perfectibles. Y no, por esa compulsión caníbal de querer disfrutar del lóbulo de una mujer. Del lóbulo de Esther, en su caso. Solo el miedo de dejarla sin lóbulo, de lastimarla, le impediría ser violento, y arrancárselo.
Porque aún la amaba. La amaba como se aman las nochecitas de enero. Porque era así. Amar sintiendo que uno debe esperar arrancándose las uñas con los dientes, o simplemente no amar. Los términos medios, los que no son ni muy ni poco, no sirven. ¿A quién le sirve caminar de frente al sol, tapado o cubierto de una crema bloqueadora? Amar era salir a caminar, con el riesgo de que el sol le quemase la frente. Valientes los calvos que caminaban sin gorro, sabiendo que a mitad del camino les ardería la cabeza. Así era amar a Esther.
Amar a Esther. Sentía que habría que entender tan poco de este mundo, conservar un visión tan absurda y obtusa, para no amarla. Había que ser un tonto para querer desamarla, para querer olvidarla, como se olvida uno las llaves apoyadas en la mesa de una café o el número de la cuenta del banco. La falta de atención, era también, una falta de elegancia. Es vivir porque te tocó en suerte, sin respetarse.
Dudo Ortamendia. ¿Sería el único que amaba a Esther? ¿Sería el único sobre esta tierra, qué había podido advertir las líneas de sus labios? Quiso ser tan egoísta. Tanto, como para guardarse a Esther en un bolsillo, y no dejarla asomar. Para no tener que convidarle de la esencia de Esther a nadie. Cuando se ama, hay que ser egoísta. Al menos cuando se ama a Esther.
¿Sería tan difícil comprender? ¿De qué forma podía sentirse si apenas él, tan pequeño a comparación del mundo que lo rodeaba, podía amarla? Dudo Ortamendia nuevamente, ¿podía equivocarse? Dudo: ¿de qué permanecía enamorado aún? ¿Del recuerdo de Esther, inmóvil, seducida ante una mordida de lóbulo? ¿O de Esther, de toda ella? Tan Esther, de cabeza a los pies. Con sus uñas pintadas de negro y su lunar en forma de uva en el costado derecho, justo debajo de sus costillas.
Recordó Ortamendia la lengua de Esther. Sabe Dios porque decidió darnos a cada uno una lengua inmutable y única. Tan única como para no poder confundirla con otra. Por más esfuerzo que hagamos. Mente traicionera, que nos permite imaginar lo más impensado, pero es incapaz de hacernos confundir un beso de la mujer que se ama, con otro, de una mujer del montón.
Era tarde. Y la aleatoriedad de los surcos de la lengua de Esther se había perdido lo suficiente para describirlos a la perfección, eran parte de una descripción vaga y confusa que pendía de los hilos de su mente, caprichosa, que se daba permisos burocráticos, para recordar lo que quisiese de ella. Su olor, que sería, tal vez, el olor de mezclar nueces, almendras y flores. El sabor de su cuello y lo estrecho de su cintura bañada con su cabello morocho, negro, negrísimo.
Pensó Ortamendia; debería haber un puñado de instrucciones válidas para desamar a Esther, tal vez. Y se sintió tan compungido por no conocerlas, tan lleno rabia, ira, por perderse la posibilidad de obviarlas, de ignorarlas, hacer completamente lo contrario. Simplemente, se conformó con no seguirles la corriente a quienes le indicaban que debía hacer esto, o aquello.
Había que estar loco para desamar a Esther. Casi tan loco como para no amarla.

miércoles, 11 de enero de 2012

Los portadores de pecas IX: Circular Nro II del Sindicato del Pecoso

El Sindicato pone en conocimiento los siguientes sucesos acontecidos hace unos días, cuando uno de sus integrantes, despertase con el encendido de la tele, con la desgracia de haber encontrado en la pantalla, un abogado hablando.
Dijo él, sin sonrojarse:
“Hay tres tipo de verdades:
  • ·  La que pasó.
  • ·  La que se puede probar.
  • ·  La que te crean”.

El Sindicato adhiere a cualquier manifestación poética, literaria, y/o artística, que utilice estos lineamientos.
El Sindicato, manifiesta que este lineamiento debiera utilizarse sin fines estratégicos, solamente por rigor artístico. ¡Un fin inútil y bello!
El Sindicato puede hacer “la vista gorda” si el fin es seducir a un pecosa, siempre y cuando se tengan “fines nobles, románticos y auténticos”.
El Sindicato se niega a dar demasiadas explicaciones acerca de los “fines nobles, románticos y auténticos”, porque tampoco se puede andar explicando todo. Pero confía en el criterio de los portadores de pecas. Sin criterio, somos inútiles, porque imposible saberlo todo. Para eso sirve el criterio, para decidir sobre lo que uno no conoce demasiado.
El Sindicato defiende el derecho a la imaginación y llama a la reflexión: “Que ser sincero, no sea no tener imaginación”.
El Sindicato advierte, la imaginación también es una obligación, como tal, debe usarse con responsabilidad.
El Sindicato pone un ejemplo; si te digo que “esas pecas brillan como brillaba la luna de París en tus ojos”, puede que, en rigor de verdad, no sea cierto. Pero, ¿si nos lo creemos? ¿Quién se atrevería a decir algo? Si hacemos de algo, en rigor falso, tan nuestro, tan fuertemente imaginado, ¿no debería formar parte de la verdad? ¡Si es inútil! Nadie va a tomar ventajas de eso. ¿Y si lo puedo probar? Si pudiese probar que tus pecas brillan como brillaba la luna de París en tus ojos, Dios me concedería la inmortalidad.
El Sindicato defiende el derecho a la subjetividad. Cada cual que crea lo que quiera. Lo que le toque en gracia, de acuerdo a lo que intentaron enseñarle, a lo que pudo aprender y lo que desea que sea mundo.
El Sindicato del pecoso, duda. (Y ahora se viene la parte guerrera y combativa). No cree que aquel abogado haya hablado de “la verdad” en forma poética, sino con la suspicacia de quien quiere interpretar la ley para defender una infamia.
Así no, mundo. Cuando el Sindicato se pronuncia a favor de la subjetividad, habla de otra cosa.
Rara la justicia. Difícil. Compleja. Empiojada.
El mundo debería tender a volver obsoletos a los abogados, y no tan necesarios como para sentir que el mundo no puede dar un giro sin ellos. (¡Oh! Voy a hablar con mi abogado).
Si pasará eso, supongo que una mitad haría cosas como, cantar, reir, pintar murales en las paredes, escribir poesías y la otra mitad, podría irse bien al carajo.
Ha de haber abogados que formen parte del Sindicato, aún sin saberlo. Pero los otros, los que no, los que interpretan la verdad, los que acomodan los hechos para que lo justo tengo olor rancio, sepan: No los necesitamos, nos arruinan el mundo, y el mundo lo podemos arruinar nosotros solos. Al fin y al cabo, es nuestro, no de ellos.


Atte.
El Sindicato del Pecoso.

PD: El Sindicato está seguro que el Sr Quino debe haber dibujado alguna tira, muy a su estilo, acerca de los abogados. Solicitamos nos contacten en caso de hallarla. Nos fue imposible. Gracias.

sábado, 7 de enero de 2012

Dudario II.


“Everyone has the right to be in doubt,
but this is not a duty”.
Art. 15. Constitución de Uzupis.

Ahora, que la duda resulta, escribo, que nos resulta a los dos. Porque ni vos, ni yo, estamos tan seguros, como para entender que lo más lindo que nos puede pasar, es esto: una duda profunda, abstracta, intransferible. Y no una certeza absoluta, objetiva y aburrida que nos llevaría a tocarnos, a abrazarnos, besarnos como si hubiese un reglamento gris y polvoriento que nos diría que primero deberíamos hablar de cómo estuvo el día, hacer referencias al clima y luego besarnos con los labios cerrados con candados.
Esta duda que resulta, que se arrastra, por no saber si Dios te inventó con belleza, o fue la belleza misma la que te inventó. De pensar que tal vez te dudé en forma unilateral hasta hoy.
¿Me habrás dudado en silencio? ¿O te habrás dejado llevar, por la necesidad del ahora-esto? Sin dejarte, apenas un espacio, para un y-si.
¡No huyas cobarde! Dudemonos, juntos. ¡Qué crezcan las dudas de cómo será luego! ¿O has visto alguna vez alguna uva con la certeza de que tan buen vino será?  Dudame en la cabeza, completo. Al menos, ahora, que somos dos dudas, dos signos de interrogación, que intentamos cerrarnos sobre la misma pregunta. Y nos contestamos, rompiendo las reglas ortográficas. Empezando con minúsculas, con una letra pequeña, casi como un mamarracho de líneas de birome, atolondradas, superpuestas, sin espacio entre una y otra.
Somos tontos, tan dudosos, que nos respondemos nuestras dudas propias, con más preguntas, en lugar de dejarlas de lado. De escribir con signos de admiración.
Vos ahí, con tu all you need is love, y yo sintiendo más un this bird has flown, pensando que si pudiese, yo también encendería aquella madera, no tan noruega, tal vez un poco irlandesa, hasta que se queme todo. Todo por ese miedo de desdudarnos un rato, por el miedo a que la duda próxima nos de ganas de ponernos cara de dolor de codo.
Desdudémonos juntos. Arrancame las dudas cansadas de la espalda, de los hombros, de la cintura, de las caderas. Dejame desdudarte los botones del pantalón, que luego se atora en tus piernas mientras tironeamos juntos para distinto lado, como siempre.

jueves, 5 de enero de 2012

Puff, llego la hora de uno de esos post emotivos.

Ya comenzado el 2012, no tengo más que agradecer, que decir gracias, muchas gracias, a los que pasaron, a los que leyeron, a los que lo intentaron, a los que les gustó un poquito, a los que se hicieron seguidores, a los que se lo pasaron a algún conocido, a los que mintieron y tiraron buena onda, a los que tiraron buena onda, solo por eso, por tirar buena onda, a los que hicieron comentarios, a los que repostearon, a los que respondieron mails, a los que se bancaron las mails de “propaganda”, a los ayudaron incluso estorbando poco, a todos y todo lo que me dan ganas de seguir escribiendo, de seguir contando historias, que de eso se trata: contar historias, de la mejor forma que uno pueda. ¿Para qué? ¡Para contarlas! Simplemente, para eso.
Hace unas semanas (varias) me crucé algunos mails con una amiga. Hacía unos días, había renunciado a mi trabajo y nos puteamos, porque ella había empezado a trabajar pocos días antes (luego también, de renunciar), y no pudimos combinar ni siquiera hacer un viaje corto, aprovechando nuestro estado de desempleados, no sé, ir a ver las ballenas o algo así.
Ella se quejó de que yo había tardado demasiado. Me acusó de haber dado vueltas tres semanas. Terminamos hablando de lo que yo llamo “síndrome de clavadista” que es lo que sufre el tipo que se tira de cabeza al primer charquito de agua que ve, sin importarle nada.
-It´s no better to be safe than sorry – me dijo ella.
Interpreté la frase como aquella que dice que es mejor arriesgarse y pedir disculpas que no hacer anda y pasar por dormilón. Y le dije que no me cierra, y le dí un ejemplo.
“Si salgo a tocar tetas, de 30 tetas que toque, medio de sopetón, supongamos que ande con suerte, y 4 me vaya bien. Y al resto le pida disculpas o perdón.
Pero ¿el durante? Seguro de las 30, algunas eran desagradables como tocar una bolsa de basura, otras chiquitas como botoncitos y alguna que otra este buena. De las 4 que me fueron bien, dudo alguna que este buena. Porque la teta buena hay que ganársela con esfuerzo, no sólo con el riesgo de poder pedir disculpas después.
Hay que buscar la teta que a uno le guste, y ganársela de la forma que uno se sienta bien. Como para después contar una linda historia.
Porque lo importante son las historias, y más que las historias, la forma en que se cuentan. Sino, agarra Rayuela de Cortázar y trata de contar la historia vos. Una cagada.
Y en el durante, aprovechar las tetas que se presentan como oportunidad, como para no olvidarse como es tener una teta.
Reemplaza "teta" por lo que quieras, (trabajo, marido, dinero, amigos, etc...) y adecua un poco las formas y los verbos, y tendrás una frase de un libro de autoayuda, como los de Osho o José María Domínguez, cierta como que después del domingo viene el lunes”.
Pensé: No vale la pena ir tirándose a la pileta todo el tiempo, porque se pierde el foco. Hay que ir viendo cuando vale la pena y cuando no.
Me cuenta que se incomodó cuando reemplazo teta por marido.
Le contesté:
“No tenés que buscar marido, tenés que buscar una historia, una que te guste e ir contándola de la forma que te sientas cómoda. No importa que sean un par de renglones, lo importante es lo que se cuente. Y cuando se termina, la archivas. Así, hasta encontrar una historia que este demasiado buena para terminarla.”
Lo que importa, es ir viviendo, por la curiosidad, buscando historias, para poder contarlas. ¿Qué quisiera yo de mi vida? Ser eso, un contador de historias. El resto, va, pasa, aunque duela, o no. ¿A quién le importa, en tal caso, mientras haya una historia, linda, para contar?
Sin más, adjunto el regalo más simple y lindo que me hicieron en estas fechas.



Por un 2012, muy "escribido", bien o como salga…como dice alguien: ¡SALÚ!
En breve, me tomaré unas vacaciones por lo que puede que se interrumpan momentáneamente las entradas, pero volveré, con más, por más, ¿por qué no?