Aquel día que tenía una bolsa
de chupetines bolita para compartir: 15 colorados, 16 verdes, 18 naranjas, 20
amarillos y 1 del mejor: negro, de sabor
coca cola. Los había contando no por un trastorno obsesivo compulsivo, sino
para asegurarme que me alcanzaría para todos. A veces pienso: ¿por qué tanta
asimetría en las cantidad? ¿Por qué no los hacen todos iguales y ya? Todos del
mismo color. Por más que los pruebe uno por uno, no encuentro mayores
diferencias entre uno y el otro. ¡Dios! ¿Qué gusto tiene un chupetín naranja?
¿Y uno verde? ¿Y uno amarillo? Todo lo mismo, todo lo mismo.
Si el mundo fuese más justo, o
más práctico al menos, todos los chupetines serían del mismo color, sin
importar cuál sea, al fin y al cabo; definir a través de los colores resulta un
recurso corto dado los colores son indefinibles sin caer en algún artilugio de
utilizar términos físicos. ¡Todos lo chupetines deberían ser iguales a la
vista! Por lo tanto, sería difícil pensarlo diferentes, porque el pensamiento
sigue los mismos lineamientos que lo visual. Pero el mundo es una “machina”
bien pensada, que evidencia el eterno retorno del tiempo, rearmándolo,
mejorando sus procesos, para tramar conflictos más ricos, más confusos y
enigmáticos. Un equilibrio fino de miedo, coraje, angustia, paz, violencia,
alegría, comprendiendo así que es imposible un mundo donde todos se vean
iguales.
Mi infancia se desgarró cuando
vi a los que creía mis amigos meter la mano en la bolsa y cerrar el puño
tratando de agarrar la mayor cantidad de chupetines, cuando yo había planeado convidarle
uno a cada uno, sin importar demasiado sus méritos. No por avaro, sino porque
yo defendía la capacidad de ahorrar, de guardar, de tener para luego volver convidar,
de pensar a futuro, porque esa es la base del Bien; el predominio del futuro
sobre el presente. En cambio el Mal; él rechaza los miramientos hacia lo que
vendrá, preponderando el ahora.
Aquello fue la comprensión de
la desnudez, no como acto erótico o íntimo, sino como un hecho avergonzantemente
público. Un ultraje, la violación de la inocencia, la sensación de que la
recompensa, al final del trayecto, es nula y que el recorrido está plagado de recursos
absurdos.
Pero lo que recuerdo con mayor
dolor es la cara de ella, que no contenta con hundir la mano en la bolsa y
levantar cinco chupetines entrelazados torpemente entre sus deditos delicados,
se tomó unos segundos para mirarlos y devolver con cara de asco el chupetín
amarillo que le había tocado y luego, agrandando la boca de la bolsa con el
índice, comenzó a hurguear entre el resto de los chupetines hasta que divisó el
único chupetín negro; el de coca cola. Sonrió y festejó como si se hubiese
tratado de un premio, cuando había sido el impulso de aprovechar la
oportunidad. Dejando en claro su preferencia por las formas alargadas con gran
cabeza y de color negro.
Tuve el impulso de decirle, a
ella y a los otros, que a caballo regalado no se le miran los dientes, pero no
lo hice, como no hice tantas otras cosas. Pienso que lo justo hubiese sido que
cada uno agarrase su chupetín sin mirar dentro de la bolsa y, nobleza obliga,
que fuese solo uno. Supongo que las causas azarosas pierden sentido contra estas
actitudes. Como supongo que habrá dos tipos de personas, los que miran en la
bolsa antes de sacar y los que no, los que prefieren el misterio, la tragedia
de no saber con qué encontrarse, el drama de tener que soportar el chupetín
verde golpeado que se despedaza cuando se lo pela, pero también la posibilidad
grata del chupetín negro que cada vez parecen más escasos.
Todavía sigo intentando meter
la mano en la bolsa, todavía mirando hacía otro lado, tratando de adivinar,
esperando que la suerte esté de mi lado, y me toqué el chupetín de coca cola...